«Botto»: el robot que crea cuadros, los subasta como NFTs y mejora su algoritmo gracias a su comunidad

Estas últimas semanas, Botto, un robot a quien su creador, Mario Klingemann, define como un «artista autónomo descentralizado», ha acaparado la atención de los medios al reavivar el debate sobre si una inteligencia artificial puede o no crear «arte».

Antes de Botto, otros proyectos ya dejaron patente que la inteligencia artificial tiene mucho que decir en el mundo del arte y, en consecuencia, en el sector de la propiedad intelectual.

Entre los ejemplos más conocidos de inteligencia artificial aplicada a la creación (o investigación) artística, destaca el proyecto The Next Rembrandt, cuyo ambicioso objetivo consistió en desarrollar un algoritmo capaz de extraer el «ADN artístico» del reconocido artista holandés. Tras «secuenciar» ese «ADN artístico», el algoritmo consiguió replicar las características propias de las pinturas de Rembrandt. 

Para logarlo, se analizó píxel por píxel la colección íntegra de las obras de Rembrandt empleando diferentes técnicas y herramientas, como el escáner 3D. El estudio se centró en los retratos, por ser el tipo de obra predominante en la producción artística del holandés. El examen de los datos demográficos de las obras seleccionadas sugirió que el protagonista de este retrato debía ser un hombre caucásico que mirara hacia la derecha, de entre treinta y cuarenta años, con vello facial, vestimenta negra, un cuello de camisa blanco y un sombrero.

Posteriormente, un algoritmo de reconocimiento facial identificó los patrones geométricos más usados por Rembrandt a la hora de pintar rasgos humanos, mientras un segundo algoritmo midió las distancias entre dichos rasgos. Para concluir el proceso, otros dos algoritmos analizaron los patrones de las texturas de los cuadros y se renderizó la luz para proyectar sombras realistas. Gracias a una impresora 3D, el «nuevo» Rembrandt pudo ser plasmado sobre un lienzo mediante la impresión de múltiples capas de pintura que imitaron las pinceladas del artista. El resultado de este concienzudo proceso podría ser fácilmente tomado por un Rembrandt original por cualquier espectador medio.

Otra destacada muestra de cómo los algoritmos pueden ser puestos al servicio del arte es el proyecto del colectivo Obvious. Gracias al análisis de unas quince mil obras pintadas entre los siglos XIV y XX, el algoritmo desarrollado por Obvious fue capaz de generar una serie completa de retratos de una familia ficticia, «La famille de Belamy», cuya pieza más notable, el retrato de «Edmond De Belamy», fue vendida por la nada desdeñable suma de 432.500 dólares. Esta pintura, al igual que el resto de los cuadros que componen la serie, aparece firmada, en su parte inferior derecha, por un fragmento del algoritmo utilizado para su creación:

Desde el punto de vista de la propiedad intelectual, la generación de piezas artísticas con intervención de una inteligencia artificial plantea varias cuestiones, entre las que destacan dos:

-¿El resultado generado por una inteligencia artificial puede ser considerado como una «obra»?

-Si la respuesta a la pregunta anterior es afirmativa, ¿a quién debería atribuírsele la autoría de esa obra?

Los conceptos de obra y autor están intrínsecamente ligados. Así, el requisito de una creación para ser considerada una obra protegible es que sea «original». En función de la jurisdicción, la existencia de originalidad se valorará desde una perspectiva subjetiva (según la cual, para ser original, una obra deberá reflejar la personalidad y las decisiones creativas de su autor) u objetiva (teoría que entiende la originalidad como novedad o diferenciación respecto a las obras preexistentes).

A priori, puede parecer que aquellos sistemas que apuestan por una teoría objetiva de la originalidad se encuentran en mejor posición para aceptar como obras las creaciones de una inteligencia artificial, al no precisar que exista una plasmación de la «personalidad» ni de la «creatividad» de su autor (conceptos que, por ahora, se encuentran inexorablemente unidos a la condición humana).

Sin embargo, aun en las jurisdicciones que asocian la originalidad a la novedad objetiva (criterio que sí podría llegar a cumplir el resultado generado por una inteligencia artificial), sigue siendo necesario que exista un autor humano para que pueda producirse una atribución de derechos de propiedad intelectual. Si tomamos como referencia la normativa española, de acuerdo con el artículo 5 de la Ley de Propiedad Intelectual, se considera autor «a la persona natural que crea alguna obra literaria, artística o científica». De lo anterior se infiere que, si no hay «persona natural», no hay «obra» que proteger.

En cualquier caso, por el momento, los sistemas de inteligencia artificial continúan requiriendo que exista intervención humana (de mayor o menor intensidad) en algún momento del proceso (aunque esta intervención se limite al desarrollo inicial del algoritmo). Aun en el supuesto de un sistema de inteligencia artificial creado por otro sistema de inteligencia artificial, sería posible remontarse en la cadena hasta encontrar un factor humano.

Por lo tanto, existiendo un factor humano y cumpliéndose el requisito de originalidad, podrá defenderse la existencia de una obra. ¿Y quién deberá, en estos casos, ser considerado autor? Los candidatos son varios: (i) el creador del algoritmo; (ii) el usuario que decide poner en funcionamiento el algoritmo y/o alimentarlo con ciertos datos; (iii) la propia inteligencia artificial (teoría, por ahora, difícilmente sostenible); (iv) todos o varios de los sujetos anteriores, en régimen de coautoría.

Algunas jurisdicciones han tratado de disipar dudas. Tal es el caso de Reino Unido, cuya regulación recoge de forma expresa que, cuando una obra literaria, dramática, musical o artística haya sido generada por ordenador, se considerará autor a la persona que haya tomado las medidas necesarias para su creación. Partiendo de esta premisa, será necesario analizar, caso por caso, qué persona (o conjunto de personas) ha tomado esas «medidas necesarias».

Volviendo a nuestro «artista» más reciente, Botto, a las complejidades anteriores se añade que, además, las decisiones artísticas se toman, de alguna forma, en comunidad. Esto se debe a que, semanalmente, Botto permite a los miembros de su comunidad votar sus obras preferidas de entre todas las generadas durante esa semana. Así, los miembros de la comunidad tienen una cierta (aunque limitada) capacidad de alimentar el algoritmo de Botto y de moldear sus próximas creaciones. ¿Es esta intervención suficiente para entender que los miembros de la comunidad de Botto son partícipes de las decisiones creativas y, por tanto, coautores de las pinturas generadas por Botto?

El carácter interactivo no es la única particularidad de Botto. Botto también se apoya en blockchain, dispone de su propia criptomoneda nativa (BOTTO) y subasta sus creaciones en forma de NFTs (como también hace, desde hace unos meses, el mencionado colectivo Obvious).

Más allá del debate jurídico, existe, evidentemente, un debate artístico-filosófico en torno a qué debe considerarse «arte». Pese a que no haya (ni, posiblemente, habrá) una respuesta unánime, lo cierto es que, si atendemos a variables puramente económicas (y, en muchos casos, meramente especulativas), el mercado parece haber acogido con los brazos abiertos este nuevo tipo de creaciones. Buena muestra de ello es que, en las escasas semanas que Botto lleva en funcionamiento, el total recaudado gracias a sus subastas de NFTs supera ya con creces el millón de dólares.  

Marina Manzanares Sanz. Senior Legal Counsel, Legal Army

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